Ya no tenía la misma vitalidad que algunos años antes, pero Pablo, a sus 75 años aún mostraba un envidiable dinamismo y su vista, aunque algo cansada, seguía mostrando gran parte de la agudeza de antaño. Durante más de siete décadas había viajado por buena parte de América y de Europa, lo que le había posibilitado conocer maravillosos lugares, espectaculares paisajes y sorprendentes monumentos, a pesar de lo cual seguía sintiendo una especial atracción por el magnífico conjunto arquitectónico constituido por la Iglesia de San Carlos del Valle y su plaza mayor.
Unos treinta años antes pudo contemplar por primera vez esta joya arquitectónica cuando Carlos III le encargó diseñar un programa de Nuevas Poblaciones para Andalucía y Sierra Morena, que tenía como objetivo mejorar las comunicaciones entre Castilla y Andalucía, combatir el bandolerismo de la zona y poner en cultivo nuevas tierras. El inquieto intelecto de Pablo supo dar respuesta a la petición del monarca al definir un proyecto, cuyo desarrollo se concretó en la fundación de nuevos núcleos de población y en el rediseño de poblados anteriores, como San Carlos del Valle, donde aplicó la estructura ortogonal de calle rectas y amplias que caracterizó a las nuevas poblaciones carolinas. Este modelo de urbanismo racional encajaba perfectamente en los principios e ideales ilustrados que Pablo conocía tan bien por sus ávidas lecturas, sus viajes y sus años de exilio en Francia, que le llevaron a entablar amistad con personajes como Voltaire o Diderot. Ahora que se encontraba en el ocaso de su vida, se sentía un privilegiado por haber podido compartir con estos pensadores intensos debates y reflexiones, que le enriquecieron intelectualmente, pero que también le ocasionaron graves problemas con las autoridades eclesiásticas, especialmente con la Inquisición, por manifestar ciertas ideas liberales que fueron consideradas poco acordes con la doctrina cristiana.
Empezaba a atardecer y la luz crepuscular del otoño montieleño otorgaba a la Iglesia de San Carlos del Valle un colorido especial que hizo recordar a Pablo su primer encuentro con este majestuoso edificio cuando estuvo alojado en esta localidad para ultimar los planos de su nueva configuración urbana. En los pocos días que duró su estancia recorrió en múltiples ocasiones cada rincón del templo, que había sido edificado durante el reinado de Felipe V sobre una anterior ermita dedicada a Santa Elena. La mente racionalista de Pablo se identificaba fácilmente con la planta de cruz griega inscrita en un cuadrado que otorga al interior de la iglesia una especial volumetría en la que el visitante se encuentra perfectamente integrado. Pablo valoraba el aspecto consistente que al exterior ofrece el imponente cuerpo inferior cúbico, que parece soportar sin problemas las cuatro torres ochavadas de las esquinas, rematadas por chapiteles, y la elegante cúpula encamonada, cuyo perfil recortado contra el cielo confiere una imagen especial con la que todo viajero puede disfrutar al aproximarse a esta localidad.
Aunque treinta años antes el interés de Pablo se había centrado en disfrutar con las acertadas soluciones arquitectónicas y decorativas adoptadas para edificar esta iglesia, ahora había retornado para admirar y rezar ante la venerada imagen pintada del Santo Cristo, a la que agradeció su intercesión para lograr un notable éxito como escritor y para obtener el perdón del rey Carlos IV, al que en esos momentos representaba en el acto que convertía a San Carlos del Valle en municipio independiente.
Desde hace casi 300 años este magnífico conjunto arquitectónico, conocido como el “Vaticano de La Mancha”, nos espera para obsequiarnos con intensas dosis de arte, tradición y emoción mientras que su venerado Cristo sigue generando el milagro de regalar belleza a las almas inquietas.