Francisco Javier Morales Hervás / Doctor en Historia

Cada vez que paseaba por la finca de La Crespa, Julia sentía una emoción especial, pues se le agolpaban sensaciones y sentimientos de los buenos momentos vividos en ese entorno algunas décadas atrás. Esa mañana de primavera de 1919 debía acompañar en una visita a ese paraje a Felipe y Antonia. Julia les comentó que el complejo que iban a visitar era una antigua ferrería, conocida como El Martinete, cuya edificación se había iniciado a mediados del siglo XIX bajo el impulso de Francisco Pérez Crespo, un hombre de negocios residente en Madrid, aunque de origen cántabro, que adquiriría en estas tierras del Campo de Calatrava algunas propiedades sacadas a la venta como consecuencia de las desamortizaciones desarrollados durante el reinado de Isabel II. En el caso de la finca de La Crespa, le resultó atractiva su localización junto al cauce del río Guadiana, en una zona de singular belleza por el paisaje de suaves colinas moteado con abundantes encinares. Además, resultaba de gran interés la estratégica presencia a tan sólo unos 6 kilómetros de la finca del Altillo, que contaba con unas importantes canteras de mineral de hierro.

La conjunción de todas estas circunstancias: presencia de agua, madera y hierro, animaron a Francisco Pérez a instalar allí una fundición, para cuyo diseño contrató a Julián Contreras, natural de la localidad toledana de Quintanar de la Orden, que ideó un proyecto para desarrollar una auténtica villa industrial que incluía tanto la zona fabril como la dedicada a una colonia de viviendas, cuyo resultado era el que Julia quería mostrar con orgullo a sus distinguidos acompañantes.

El proyecto de fabricación de lingotes de hierro en El Martinete podía resultar algo sorprendente en las atrasadas tierras calatravas de mediados del siglo XIX, pero su promotor tuvo en cuenta el impulso que debería tener la demanda de hierro por la construcción de vías férreas como consecuencia de la Ley de Ferrocarriles de 1855. No obstante, a finales del siglo XIX, la fábrica dejó de funcionar, posiblemente por diversas causas como la disminución de la demanda de hierro y la fuerte competencia de los altos hornos vizcaínos.

A pesar de que habían pasado más de dos décadas desde que el conjunto fabril de El Martinete había sido abandonado, a Felipe y Antonia les sorprendió comprobar el buen estado de conservación que, en líneas generales, presentaban los edificios. Julia les comentó que esa circunstancia era debida a diversos factores como la notable maestría en el diseño del proyecto, la calidad de los materiales empleados y la buena ejecución de la obra, todo lo cual había posibilitado que los principales elementos arquitectónicos aún se mostraran orgullosos y rememoraran el esplendor de tiempos pasados.

Sin duda, el elemento más llamativo lo constituía el edificio principal, en el que se combinaba de manera precisa el empleo de distintos materiales constructivos como el ladrillo para conformar los vanos de las puertas y ventanas, la mampostería de piedra cuarcita del entorno para el relleno de las paredes y los sillares de piedra labrada para la decoración de las esquinas, dinteles y cornisas. Como recuerdo de su anterior actividad aún se conservaba el gran horno, que, construido en ladrillo, conformaba un gran bloque prismático, que presentaba dos aberturas en su parte superior, por donde se vertería el mineral, y dos en su parte inferior, por donde se recogería una vez fundido.

Antonia y Felipe se quedaron enormemente sorprendidos por la calidad del conjunto arquitectónico que acababan de conocer de la mano de Julia, a quien agradecieron sus detalladas explicaciones. Se trataba, sin duda, del lugar idóneo para instalar su proyecto de central hidroeléctrica.