Francisco Javier Morales Hervás y Aurora Morales Ruedas / Doctor en Historia y Graduada en Historia del Arte

María Luisa Ruiz de Colmenares y Solís, más conocida como “la monja de Carrión”, es otra interesante mujer de nuestra historia, que cobró una especial relevancia por haber configurado a lo largo de su vida una peculiar personalidad, que no se ajustaba a los cánones de la época que le tocó vivir, rompiendo los patrones que estaban establecidos para el correcto desempeño de una mujer. No pretendió alcanzar una fama que no anhelaba, pero la reivindicación de la libre defensa de sus opiniones, unida a sus profundas convicciones religiosas, le llevó a asumir un notable protagonismo, llegando a ser admirada por muchos personajes relevantes, aunque también sería catalogada como una figura potencialmente peligrosa por algunos de sus contemporáneos.

Nació en Madrid un 16 de mayo de 1565. La procedencia de su familia era ilustre, pues pertenecía a la nobleza palentina. Sus padres, Juan y Gerónima, formaban parte del selecto grupo de sirvientes reales de la corte y su abuelo materno, Félix Antonio de Cabezón, fue un destacado músico de la Real Capilla de Felipe II. Los primeros años de vida los pasó en Madrid y durante este tiempo pudo acceder a una cuidada educación en la que, además de ser instruida en diversos ámbitos, se tuvo muy presente la formación religiosa. En 1582 sus padres decidieron enviarla a la localidad originaria de su linaje, Carrión de los Condes, para vivir con su tía paterna Catalina, que había enviudado y no tenía descendencia.

En Carrión de los Condes conoció el convento de Santa Clara, que visitó con asiduidad, y ello le hizo sentirse atraída por la vida religiosa practicada en este monasterio, hasta el punto de que, tras contraer una grave enfermedad, expresó su deseo de formar parte de esta comunidad religiosa, decisión que aceptaron sus padres ante el temor de que a la vida de su hija le quedase un escaso recorrido. A pesar de la fragilidad de su salud, nuestra protagonista, que adoptó el nombre de Luisa de la Ascensión al ingresar en el convento, optó por asumir una vida caracterizada por la austeridad y la penitencia, alimentándose, en muchas ocasiones, tan solo con pan y agua. Su carácter amable y su vida ejemplar hicieron que paulatinamente fuese ganando un mayor protagonismo en la comunidad religiosa de las clarisas, llegando a ser nombrada abadesa en 1609 por primera vez. Al acceder a este cargo puso en marcha algunas reformas que consideraba necesarias para que la práctica religiosa de las monjas de este convento retornara a sus principios originales. De este modo, impulsó diversas medidas encaminadas a recuperar la disciplina, el rigor y la austeridad en la forma de vestir, en la comida y en la oración.

Izq.: Grabado que representa a Luisa Colmenares a su llegaba al convento de la Encarnación de las Agustinas recoletas de Valladolid. Centro: Luisa Colmenares impulsó diversas medidas encaminadas a recuperar la disciplina, el rigor y la austeridad en la forma de vestir, en la comida y en la oración. Dcha: El rey Felipe III la visitó en 1613 para consultarle ciertos asuntos políticos y religiosos. 

La figura de Luisa no dejó de engrandecerse y supo aprovechar esta circunstancia para favorecer la vida espiritual de su comunidad, de hecho, el convento se benefició de importantes donaciones que ayudaron a mejorar sus instalaciones y su patrimonio artístico con obras de destacados artistas como Gregorio Fernández. Su fama iba en aumento y llegó a traspasar nuestras fronteras. El rey Felipe III la visitó en 1613 para consultarle ciertos asuntos políticos y religiosos y al convento acudieron numerosos nobles buscando su protección e, incluso, la sanación de ciertas dolencias, pues había muchos rumores de que también era capaz de obrar prodigios. Luis XIII de Francia le pidió que rezara para asegurar su victoria sobre los calvinistas, los papas Gregorio XV y Urbano VIII mantuvieron correspondencia con ella y hasta el príncipe de Gales le envió un generoso donativo que Luisa rechazó al provenir de un hereje anglicano.

Fue una pionera defensora de la Inmaculada Concepción de la Virgen y muy devota de la Santa Cruz y por ello realizaba con frecuencia pequeñas cruces, que pronto fueron muy reclamadas al extenderse la creencia de que quien las poseía recibía una protección divina. Obtuvieron tanto éxito estas cruces que se desarrolló un lucrativo negocio de falsificaciones para satisfacer la gran demanda generada sobre estos objetos. Las virtudes que personificaba Luisa hicieron que muchos defendiesen su santidad al contar con el favor divino, que, según ciertos testimonios, se expresaba por haber sido dotada con el don de la revelación e, incluso, el de la bilocación, pues numerosos testigos afirmaron haberla visto en lugares tan dispares como Roma, Flandes, el Nuevo Mundo y hasta Japón, a pesar de que nunca salió del convento de las clarisas de Carrión de los Condes desde que ingresó en él.

No obstante, el carácter renovador de Luisa y su empeño en hacer desaparecer las diferencias que se habían asentado entre las monjas de origen humilde y las de procedencia noble, provocó envidias y desavenencias internas que acabarían dando lugar a duras acusaciones y denuncias por fraude y heterodoxia, que apoyadas por algunas familias nobles, cuyas hijas se sentían perjudicadas en su monasterio, obligaron a actuar al Tribunal de la Santa Inquisición, iniciándose así un largo proceso contra Luisa que duraría más de catorce años. En 1635 se ordenó que fuese confinada en el convento de recoletas agustinas de Valladolid, donde moriría en octubre de 1536. El proceso inquisitorial contra ella continuó tras su muerte, hasta que en 1648 finalizaría con su absolución, la cual permitió que pudiese ser restituida, en parte, su memoria.