Iván Carabaño Aguado / Profesor asociado de Pediatría. Universidad Complutense de Madrid

Escuchaba yo el otro día a un célebre nutricionista comentar que los cereales son un buen alimento, pero no el mejor. Coincido con este pensamiento, la verdad. Los hay mejores. Por ejemplo: las lentejas. Recuerda uno, dicho sea de paso, con una nostalgia de tiempos pretéritos que ya no volverán, las míticas lentejas del desaparecido restaurante Viridiana, que llevaban un vestido maravilloso de curry, leche de coco, hierba limón, jengibre; y un cinturón elegante de gambas y pimentón. Aquello sí que era un súper-alimento cuya gracia se reposaba (y conversaba) a pie de mesa con el cocinero Abraham García. ¿Qué será de él, por cierto? ¿Seguirá, en su retiro domiciliario, amasando croquetas de leche de cabra?

Decíamos que los cereales tienen cierto interés desde el punto de vista nutricional; sobre todo, en su versión integral, con su germen, su núcleo y su salvado conviviendo en armonía para aportar minerales, fibra, vitaminas. Un interés añadido de los cereales es su valor antropológico, pues cada continente tiene un cereal por bandera. Asia es arroz. América del Sur, maíz. Europa, trigo. Mi padre, que en paz descanse, decía que era incapaz de comer sin pan: decía que el melón se digería mejor si lo acompañaba de la célebre mezcla de harina de trigo, agua, levadura y una pizca de sal. Por eso, en el momento del postre veraniego, rebanaba a la par rajas de melón y chuscos de pan, que mezclaba incansable en la garganta, y que empujaba, aparato digestivo adentro, con sorbos de agua fresquita.

Puede que de tanto exponernos al trigo, la cebada y el centeno, un uno y pico por ciento de la población europea padezca enfermedad celíaca, que no es sino la intolerancia permanente al gluten. El gluten es una proteína compleja presente en estos cereales. Determinadas personas (debe darse una predisposición genética), cuando se exponen al gluten, generan una respuesta inmune anormal, que a su vez deriva en la aparición de unos anticuerpos un tanto “alocados”. A dichos anticuerpos les da por atacar, entre otras zonas, las vellosidades intestinales, que es el lugar donde se absorben los nutrientes. De ahí que el debut más clásico de la enfermedad celíaca sea en forma de diarrea y mala ganancia de peso. Los pediatras más veteranos sospechábamos por estos síntomas la enfermedad de marras.

Lo cierto es que hemos ido aprendiendo que la celíaca, o celiaquía, puede adoptar mil y un expresiones clínicas, que pueden ir desde el prosaico estreñimiento, pasando por el dolor abdominal crónico, los problemas del esmalte dentario, las aftas orales de repetición, los dolores articulares, la anemia por déficit de hierro, la elevación de transaminasas y un interminable etcétera. Con el agravante de que, al contrario de lo que ocurre con el resto de intolerancias alimentarias, aquí no se cumple el principio “acción-reacción”. Esto es: la respuesta clínica no aparece inmediatamente después del consumo de gluten, sino que va apareciendo poco a poco, como un animal agazapado que poco a poco insiste en lastimarnos. A través de un análisis de sangre, midiendo los anticuerpos anti transglutaminasa IgA, su médico hará visible la fiera escondida.