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Carlos Caballero / Arqueólogo Colegio Profesional de Arqueología de Madrid
Siempre ha existido la necesidad de alargar la vida de los alimentos: fue así como, en la Antigüedad clásica, surgió la idea de servirse de la nieve y del hielo para conservar más tiempo la comida, y pronto su uso se extendió también a cubrir fines medicinales. Se empezaron a reconocer las virtudes de la nieve en tratados de los siglos XVI y XVII, y así se generalizó también el consumo de helados y de bebidas refrescantes.
Durante mucho tiempo, se recogió la nieve para encerrarla en pozos que permitieran conservarla hasta bien entrado el verano, en un proceso favorecido, durante el siglo XVII, por la llamada por los científicos “Pequeña Edad del Hielo”. La nieve se recogía cerca de las cumbres, junto a los llamados “ventisqueros”, muros de contención construidos para facilitar la acumulación de la nieve hasta muy avanzada la primavera. Desde allí, se bajaba en capachos, a lomos de mulas, hasta ir llenando una cadena de pozos de nieve que terminaba en las poblaciones donde la nieve y el hielo se iban a distribuir para su venta. El trabajo dentro del pozo resultaba penoso, porque a las bajas temperaturas que reinaban en el interior del edificio se sumaba el duro esfuerzo de compactar la nieve para que cupiera más y se conservara durante más tiempo.
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Izq.: Parte trasera. Dcha.: Pozo de Nieve de la Huerta de los Frailes, en el Monasterio de El Escorial.
Llegado el momento de su consumo, cuando la nieve se había desdibujado en las cumbres de los montes, se sacaba de los pozos, se cortaba en porciones con grandes herramientas necesarias para seccionar los bloques de hielo, y se trasladaba a neveras situadas a cotas más bajas, donde se vendía para servir a sus diversos usos. Fue así como en muchos lugares de nuestra Comunidad alejados de los montes, como Pinto o Aranjuez, también en la propia ciudad de Madrid (junto a la actual Glorieta de Bilbao estaba la “Puerta de los Pozos de la Nieve” y restos de uno se conservan en el Cuartel del Conde Duque), se construyeron pozos de nieve que servían como lugares de almacenamiento y distribución. Pero hoy subiremos a los montes para conocer uno de los mejor conservados de todo el territorio madrileño.
En San Lorenzo de El Escorial hay restos de cinco pozos de nieve del momento de construcción del Monasterio, varios de ellos en las faldas del Monte Abantos, algunos de ellos arruinados, y uno, el existente en la Huerta de los Frailes, junto al Monasterio, en excelente estado de conservación. Es un edificio tan sólido como discreto construido en el siglo XVI, al mismo tiempo que el Monasterio, por Francisco de Mora. Pero nos detendremos en uno de esos pozos situados en la Sierra, cerca de la cumbre de Abantos, junto al valle de Cuelgamuros.
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Izq.: La Sierra de Guadarrama desde el Pozo de Abantos (Fotos: Carlos Caballero). Centro: Fachada principal. Dcha.: Interior del pozo de nieve.
Allí encontraremos una modesta construcción de mampostería, erigida en 1609, que cubre un profundo pozo troncocónico, que alcanza los 14 metros. El sobrio edificio y el pozo que se esconde bajo él son uno de los últimos testimonios del comercio de la nieve, una actividad artesanal que tuvo un gran auge en muchas zonas montañosas peninsulares. De ese oficio nos queda hoy el recuerdo, el ejemplo de edificaciones como el pozo de Abantos y, también, el nombre con el que nos referimos a los refrigeradores domésticos donde conservamos nuestros alimentos, pues la palabra nevera que hoy los designa era la misma con la que se conocía a esos primeros lugares donde se conservaba el invierno para poderlo utilizar en el verano.
(Más detalles sobre los pozos de nieve de la Sierra de Guadarrama, en estos blogs: https://hoyodemanzanares.fandom.com/es/wiki/Los_pozos_de_nieve,_fábricas_de_hielo y http://juliovias.blogspot.com/2019/05/el-algodon-del-guadarrama-los.html