Atila, según refiere el historiador Prisco, casó al tiempo de morir con una joven muy hermosa, llamada Idlica, después de haber tenido considerable número de mujeres, según costumbre de su país.

El día de las bodas se entregó a profunda alegría; y después, como abrumado por el vino y por el sueño, se acostó sobre la espalda; su sangre, demasiado abundante, no pudo salir por la nariz, como de ordinario, y tomando dirección funesta, cayó sobre el pecho y le ahogó. De esta manera, aquel rey que se había distinguido en tantas guerras, encontró vergonzosa muerte en medio de la embriaguez. Al día siguiente, cuando tocaba ya su fin, los servidores del rey, cediendo a grandes zozobras, rompieron las puertas, después de llamarle a grandes gritos, le encontraron ahogado por la sangre, sin heridas, y a la joven cabizbaja, llorando bajo su velo.

Entonces, según costumbre de la nación, le cortaron parte de la cabellera y le hicieron en el rostro profundas incisiones que aumentaron su fealdad. Querían llorar a aquel gran guerrero, no como mujeres, con gemidos y lágrimas, sino con sangre, como hombres que eran.

He aquí un prodigio que ocurrió en aquella ocasión. Marciano, emperador de Oriente, en medio de las inquietudes que le ocasionaba enemigo tan terrible, vio aquella noche en sueños aparecérsele la divinidad mostrándole roto el arco de Atila, aquel arco en que fundaba todas sus esperanzas la nación de los hunos. Verdad es que Atila se había hecho tan temible a los grandes imperios, que el cielo parecía conceder una gracia a los reyes quitándole la vida. Sus servidores, para realizar los funerales, encerraron el cuerpo de Atila en tres féretros, el primeros de oro, el segundo de plata y el tercero de hierro, dando a entender con esto que el rey lo había poseído todo; el hierro para domeñar las naciones; el oro y la plata en señal de los honores con que había revestido los dos imperios.