Según la leyenda forjada lentamente a partir de la segunda mitad del siglo XVI por defensores del culto a Santa María del Prado, la aparición de esta imagen mariana se encuentra íntimamente ligada a la historia de la fundación de Ciudad Real.
Debemos remontarnos al año 1013, cuando un caballero al servicio del rey Sancho el Mayor de Navarra, llamado Monsén Ramón Floraz, estando en la localidad aragonesa de Velilla de Jiloca vio que las patas de su caballo se hundían. Al acercarse para ver lo que ocurría comprobó la existencia de una cueva, descubriendo en su interior una imagen de la Virgen. Prontamente puso el hecho en conocimiento de su rey y este, al contemplar la admirable belleza de la talla, se la quedó como propia, poniéndole el sobrenombre de Virgen de los Torneos. La imagen fue pasando de generación en generación dentro del linaje castellano, protegiéndolo en las distintas campañas de la Reconquista y sustituyendo su advocación por la de Virgen de las Batallas; pensaban que la presencia de esta efigie era determinante para conseguir las victorias contra los musulmanes, pues según la leyenda, su influencia garantizaba su triunfo en la contienda. Alfonso VI rompió esa costumbre al olvidarse de ella en la malograda batalla de Zalaca (Badajoz). Inmediatamente envió a su capellán Marcelo Colino para que la recogiera y marchase a Córdoba, donde debían reunirse nuevamente. Una vez recuperada la imagen Colino se encaminó al sitio acordado, parando a descansar en un paraje denominado Pozo de Don Gil. Los lugareños de aquel lugar se interesaron por el contenido de la caja que cargaba a lomos de su caballo: al abrirla, aquellas gentes quedaron prendadas de la belleza de la Virgen y le pidieron que la dejara con ellos para poderla venerar. Marcelo temiendo la ira de su rey se negó a tal petición.
Reanudando el camino a Andalucía el capellán se dispuso a hacer noche en el cercano castillo de Caracuel. Al notar que la caja donde se guardaba la imagen no pesaba decidió abrirla, comprobando que estaba vacía. Lógicamente pensó que los aldeanos del Pozo de Don Gil la habían robado. Cuando regresó en su búsqueda encontró a aquellas gentes venerándola en un Prado. Intentó cogerla para llevársela y cuál fue su sorpresa cuando comprobó que estaba fuertemente asida al suelo: no la podía mover. En ese momento comprendió que el deseo de la Virgen era quedarse en aquel lugar para ser adorada por aquellos devotos. Según la tradición aquel día era un 25 de mayo del año 1088, festividad de San Urbano. Posteriormente con el paso del tiempo pasó a denominarse Virgen del Prado.
Devocionalmente los habitantes de este lugar han venerado tres imágenes marianas de las que tenemos constancia. Según las fotografías antiguas conservadas, la primera imagen fue una escultura medieval que fue destruida en 1936. Tras la Guerra Civil se encargó una segunda talla al escultor catalán Vicente Navarro siendo policromada por el pintor manchego Carlos Vázquez. Llegó a Ciudad Real en junio de 1940. Sin embargo esta escultura sufrió un ataque de carcoma teniendo que ser retirada del culto. Actualmente tan solo se conserva, de esta segunda, la cabeza de la Virgen y la figura del Niño, custodiados en la sacristía del camarín. Finalmente en 1950 los escultores valencianos José María Rausell y Montañana y Francisco Llorens Ferrer realizaron la actual imagen de Santa María del Prado venerada en el retablo del altar mayor de la Catedral de Ciudad Real.