Francisco Javier Morales Hervás / Doctor en Historia

Durante la mayor parte del siglo XVII la práctica totalidad de las tierras que actualmente conforman la provincia de Ciudad Real, al igual que buena parte del resto de tierras hispánicas, padecieron unas duras condiciones que provocaron en unos casos el estancamiento y en otros la drástica reducción, tanto de la producción económica como de la población. El desarrollo de la Guerra de Sucesión a comienzos de la nueva centuria parecía no mejorar las perspectivas, pero al finalizar el conflicto y consolidarse en el trono la nueva dinastía borbónica se empezaron a poner en marcha algunas reformas que favorecieron una cierta recuperación que, en mayor o menor medida, benefició a casi todas las comarcas de nuestra provincia.

Izq.: Felipe V de España (1683-1746), nieto del rey Luis XIV de Francia y primer monarca de la Casa de Borbón en España. Dcha.: Antigua provincia de La Mancha. (Cartografía de Thomás López Pensionista, en el año 1765).

Los borbones implantaron un modelo de gobierno centralista, inspirado en el que su familia ya venía desarrollando en Francia, y para asegurar su eficacia una de las primeras iniciativas que llevaron a cabo fue establecer una nueva división administrativa que dio lugar a una organización en provincias o intendencias, entre las que se encontraba la de La Mancha, que ya guardaba cierta similitud con la configuración de nuestro actual territorio provincial, pues el 80% de los municipios y del territorio que actualmente corresponde a la provincia de Ciudad Real estaban incluidos en esa intendencia. No obstante, había algunas notables diferencias que es preciso reseñar. Por ejemplo, formaban parte de esta unidad administrativa municipios que en la actualidad están encuadrados en otras provincias, especialmente en Albacete, pues Alcaraz y su área de influencia formaban parte de la intendencia de La Mancha. También había otros municipios que actualmente pertenecen a las provincias de Toledo, Cuenca y Jaén, mientras que no se incluían en la intendencia de La Mancha los municipios de la comarca de los Montes Norte (Alcoba, Arroba, Fontanarejo, Navalpino…) ni los del priorato de San Juan, que se incorporaron a la provincia de La Mancha a finales del siglo XVIII cuando se llevó a cabo una modificación territorial entre algunos territorios provinciales.

A la izquierda, Fernando VI de España (1713-1759), hijo del rey Felipe V de España y de la reina María Luisa Gabriela de Saboya. A la derecha, escudo de los condes de Valdeparaíso en el convento de la Encarnación, en Almagro.

Internamente también se produjeron algunas modificaciones en la intendencia de La Mancha a lo largo del siglo XVIII, sobre todo como consecuencia de la conversión de antiguas aldeas en nuevos municipios. En este sentido destacan los casos de Porzuna y Tomelloso que se desgajarían de Malagón y Socuéllamos respectivamente. Desde de creación de la provincia de La Mancha la capitalidad recayó en Ciudad Real, aunque  entre 1750 y 1761 Almagro pasó a ser la capital de este ámbito provincial. Es evidente que este destacado núcleo calatravo tenía elementos objetivos que podían justificar la decisión de traspasar la capitalidad desde Ciudad Real a Almagro, no obstante, parece que en este caso influyeron otro tipo de razones. Concretamente resultó determinante la influencia ejercida por Juan Francisco de Gaona y Portocarrero, conde de Valparaíso, que como ministro de Hacienda con Fernando VI logró que este monarca favoreciera a Almagro al tomar la decisión de otorgarle la capitalidad de La Mancha. En cualquier caso, el cambio resultó ser efímero, pues en 1761, dos años después de la muerte de Fernando VI y un año después de la muerte del conde, Ciudad Real recuperaba definitivamente su privilegiada posición administrativa al frente de esa provincia, por lo cual tradicionalmente se ha conocido a Ciudad Real como “capital de La Mancha”, a pesar de no encontrarse en esa comarca natural. El espíritu reformista y centralizador de la nueva dinastía borbónica impulsó interesantes intentos para lograr un mejor conocimiento (y control) del territorio y de sus habitantes. De este modo se realizarán diversos recuentos poblacionales a lo largo del siglo XVIII como el Vecindario de Campoflorido (1712), el Catastro del Marqués de la Ensenada (1749), el Censo de Aranda (1768) y el Censo de Floridablanca (1786), que muestran un lento e irregular incremento de la población residente en nuestro actual territorio provincial, aunque con menor intensidad que en otras zonas peninsulares, probablemente por nuestro menor dinamismo económico y una mayor y recurrente incidencia de ciertas epidemias como las denominadas “fiebres tercianas”. De este modo, se calcula que a finales del siglo XVIII la densidad de población en la provincia se situaría en poco más de 9 personas por kilómetro cuadrado, frente a las 15 que se estima habría a nivel nacional.