El principal elemento que caracteriza el tránsito del Paleolítico al Neolítico es el paso de una economía depredadora a una economía productiva, basada en la agricultura y la ganadería, proceso en el que los conocimientos sobre el ciclo natural de la vegetación que lograron acumular las mujeres en su experiencia como recolectoras durante el Paleolítico tuvieron que desempeñar un destacado papel, de hecho hay investigadores que consideran que, muy probablemente, algunos útiles agrícolas como la azada pudieron ser creados por mujeres. El cambio económico iniciado durante el Neolítico favoreció la diversificación y especialización en distintas actividades, apareciendo de forma cada vez más evidente una diferenciación entre tareas asumidas por hombres o por mujeres, lo cual produjo notables transformaciones en otros ámbitos como el cultural, el ideológico y, especialmente, en las relaciones sociales. La economía agraria favorecerá la sedentarización y la aparición de núcleos de población cada vez más grandes, lo cual impulsará el desarrollo de jefaturas, que serán asumidas mayoritariamente por hombres. El aumento demográfico producido con la consolidación de poblados estables hizo necesario incrementar la producción agraria, lo cual provocará una incorporación más intensa de los hombres a las tareas agrícolas, proceso que conllevó que las mujeres perdieran protagonismo en la producción de alimentos. Todos estos cambios impulsarán una progresiva desigualdad social que se reflejará, sobre todo, a través de la creciente diferenciación que se aprecia en los ajuares funerarios.
La relativa igualdad del Paleolítico dará paso a partir del Neolítico a una nueva estructura socioeconómica en la que la mujer pierde notoriedad, quedando progresivamente relegadas sus funciones al ámbito doméstico, mientras que los hombres acapararán funciones políticas y religiosas. No obstante, la arqueología nos permite encontrar llamativos ejemplos que demuestran que, tanto en el Neolítico como en la Edad de los Metales, también hubo mujeres que llegaron a alcanzar una notable relevancia en sus comunidades. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en el sepulcro megalítico de Montelirio, en la provincia de Sevilla, fechado a comienzos del III milenio a.C., que tenía un corredor de unos 39 metros que daba acceso a una cámara principal decorada con pinturas, donde se localizó una veintena de esqueletos correspondientes a mujeres de entre 25 y 30 años, que se disponían alrededor de una estela de arcilla que representaba a una divinidad femenina. Se cree que todas ellas murieron en un corto espacio de tiempo y el estudio de los huesos ha demostrado que tenían niveles muy elevados de mercurio, lo cual sugiere que estas mujeres tuvieron una intensa o prolongada exposición al cinabrio, que pudieron inhalar en algún ritual o pudo ser absorbido por su piel al formar parte de algún tipo de maquillaje o tatuaje. La mayoría de ellas portaban unas elaboradísimas túnicas ceremoniales, algunas de las cuales llegarían a pesar unos diez kilos, decoradas con elementos de origen exótico como ámbar del Báltico y marfil africano, cuya realización habría supuesto una elevada inversión de tiempo, que ocuparía a un buen número de personas durante varios meses. Uno de los cadáveres mostraba una característica especial al presentar seis dedos en ambos pies, lo cual, muy probablemente, haría que fuese considerada por su comunidad como un ser especial o elegido. Se espolvoreó cinabrio sobre los cadáveres y por toda la cámara, hecho ritual con el que se pretendía preservar los cadáveres a través de un simbólico baño de sangre. Este enterramiento colectivo presentaba una indudable finalidad simbólica y pone de manifiesto que las mujeres enterradas allí ocuparían una elevada posición social y desempeñarían una función destacada, posiblemente como sacerdotisas.
También merece ser resaltado el hallazgo en el yacimiento de Humanejos (Parla) de un enterramiento femenino correspondiente a la Edad del Cobre, datado en la segunda mitad del III milenio a.C., en el que el cadáver apareció acompañado de 15 plaquitas de oro, que probablemente adornaban sus cabellos, y 48 cuentas de marfil, que formarían parte de un collar. Esta mujer habría sido inhumada con algún tipo de vestimenta ritual de la que sólo se han conservado 3 botones de hueso. Los responsables de esta excavación afirman que este enterramiento individual correspondería a una mujer de entre 35 y 45 años de edad, que ha recibido la llamativa denominación de “gran dama de oro”, y que habría alcanzado un notable protagonismo en su comunidad, posiblemente también por haber asumido destacadas funciones de carácter ritual.