Iván Carabaño Aguado /Profesor  asociado de Pediatría. Universidad
Complutense de Madrid

En los últimos años, los pediatras repetimos hasta la insistencia que nos preocupan las tasas de sobrepeso y obesidad infantiles, hasta el punto de que uno de cada cuatro de nuestros herederos está en ese rango problemático. Por otro lado, cada vez hay más pruebas que vinculan la sarcopenia (literalmente “escasez de masa muscular”) con problemas de salud de lo más variopinto, desde las enfermedades cardiovasculares hasta la diabetes y el cáncer de pulmón. Una buena manera de conseguir que nuestros chavales tengan un peso armónico, y que a la vez acumulen una buena reserva muscular, es que hagan ejercicio físico. Ejercicio que, a su vez, y con esto acabo, les servirá para no aislarse, para hacer grupo, para socializar, para interaccionar de verdad (sin redes sociales de por medio) con otros chavales con sus mismos intereses.

Y es que el deporte infantil bien entendido y practicado resulta muy beneficioso. Los pediatras nos ponemos utópicos con nuestra recomendación, pero por pedir que no sea: aconsejamos la práctica diaria de 60 minutos de ejercicio físico moderado-intenso, a ser posible al aire libre, con una finalidad recreativa, y practicado en compañía de otros niños. Otra cosa bien distinta es que todo esto se pueda cumplir, ¿verdad?

Dicho así suena bien, pero en el deporte no todo es oro lo que reluce, y quiero poner el foco en tres puntos potencialmente tóxicos, y que a veces subyacen en el abandono precoz de la práctica deportiva: la actitud de algunos padres; la actitud de algunos entrenadores; y el hecho de no escuchar a los hijos.

La mayor parte de los padres mantienen -mantenemos- una actitud correcta en la grada. Pero no siempre es así. Tal es la magnitud del problema, que en la temporada 2022-2023, la mayor parte de las federaciones incluyen la firma de un documento a través del cual los padres se comprometen a mantener la debida compostura, tanto con sus hijos como con los árbitros. Casi nada.

En el momento actual, la inmensa mayoría de los entrenadores están debidamente cualificados, y desde aquí no podemos sino ensalzar (y mucho) su labor. Tienen un comportamiento intachable y mantienen una actitud exquisita, tanto en los entrenamientos como durante las competiciones. Pero hay excepciones. El deporte nunca ha de ser excusa para que un niño se sienta humillado, reciba insultos o castigos por no estar a la altura del resto del equipo, siempre y cuando se haya esforzado lo suficiente. Si en otros ámbitos, como el educativo, nunca aceptaríamos esto, en el deportivo tampoco hemos de hacerlo. Los entrenadores han de saber mantener un equilibrio entre corregir y motivar. Un entrenador es un facilitador del talento, no un destructor del talento.
Último factor tóxico: el niño es el que debe elegir el deporte, no nosotros (los padres). Si somos nosotros quienes elegimos por ellos, van a acabar abandonando a las primeras de cambio, créanme.
En definitiva: quedan muchos ámbitos por depurar y mejorar. Quizá la clave sea volver a algo tan elemental como lo que hacíamos los niños criados en los 80s-90s del siglo pasado: jugar en la calle, de forma amateur, con otros niños. Sin equipaciones, sin padres pelmas en la grada, sin ambiciosos “ganapremios” en los banquillos. ¿No les parece?.