Francisco Javier Morales

Francisco Javier Morales Hervás/ Doctor en Historia

Hacía unos meses que Jacinto había superado la cuarentena. No se trataba de una enfermedad sino de cuatro décadas de intensa vida que había dedicado a dar rienda suelta a su espíritu inquieto y creativo, que le había permitido dar vida a muy diversos personajes y circunstancias en su prolífica carrera como dramaturgo. Desde hacía tiempo lucía una fisonomía caracterizada por su alopecia y una peculiar combinación de bigote y perilla, que en esos momentos paseaba por la montieleña localidad de Terrinches, a la que estaba unida por motivos familiares y a la que acudía cada cierto tiempo para huir del bullicio madrileño y disfrutar de la tranquilidad y los parajes de un atractivo entorno natural.

Vista del interior, retablo.

Terrinches le ofrecía un marco idóneo para encontrar la inspiración necesaria con la que abordar nuevas creaciones literarias. Acababa de leer una obra de Lope de Vega, El caballero de Illescas, cuya trama le había generado una idea a la que empezaba a darle forma. Estaba enfrascado en el desarrollo de la trama de su nueva obra cuando un amigo de la infancia le animó a acompañarle en un paseo por el pueblo, invitación que Jacinto aceptó con gusto, pues necesitaba despejar su mente.

Vista del interior, Coro.

La caminata les condujo hasta la Iglesia de Santo Domingo de Guzmán, cuya atractiva sencillez había seducido a Jacinto desde la primera vez que la contempló, con los ojos de un niño que quedó impresionado ante un edificio que él imaginó como un castillo, lo cual tenía cierta lógica, pues, aunque se trataba de un templo, ciertamente presentaba una configuración que se asemejaba a la de una fortaleza, reforzada por sólidos contrafuertes.

Accedieron al templo por la vistosa portada principal, que estaba conformada por arcos apuntados abocinados que quedaban enmarcados en un bello arco conopial decorado con escudos, rosetones y florones. Una vez que se encontró en el interior de la Iglesia, Jacinto pudo contemplar un espacio diáfano que estaba definido por una sola nave, cubierta por una bóveda de cañón reforzada por arcos fajones de medio punto que se apoyaban sobre columnas o pilastras adosadas a los muros y cuyo peso también estaba soportado por los contrafuertes que se situaban al exterior. Aunque esta era la configuración que podía contemplar Jacinto, su amigo le recordó que originalmente, cuando a finales del siglo XV se empezó a edificar la iglesia, esta contaba con tres naves que en el siglo XVI se unificaron en una sola y más tarde, en el siglo XVII la primitiva cubierta de madera sería sustituida por la abovedada que apreciaban en esos momentos.

Un detalle del órgano.

A los pies del templo se situaba el coro, que estaba soportado por un gran arco carpanel y en este espacio había una pequeña tribuna donde se alojaba un llamativo órgano barroco del siglo XVIII. En la cabecera estaba el ábside de forma poligonal de tres lados, que se encontraba elevado con respecto al resto de la nave. Tras el altar se situaba un hermoso retablo de tres cuerpos, el primero con columnas de estilo jónico y los otros dos de estilo compuesto, realizado en el siglo XVII por los artistas Miguel Bajo y Gaspar Vistal y en el que se podían disfrutar unas bellas pinturas sobre tabla que representaban distintas escenas de la Pasión de Cristo como la Santa Cena, la Oración en el Huerto de los Olivos o el Prendimiento.

Una vez que hubo disfrutado de este interesante y relajante recorrido, Jacinto vislumbró con más claridad la obra que le rondaba la cabeza, en la que reflexionaría sobre la grandeza y las miserias humanas, que muchas veces giran en torno a intereses creados.